viernes, 7 de septiembre de 2007

LAS CLAVES DE UNA VOZ


11:03 ANDRÉS MORENO MENGÍBAR. Una sonrisa, un pañuelo, un enorme abrazo imaginario. Éstos son los iconos con los que todo el mundo identifica al más mediático y simpático de los Tres Tenores. Es evidente que de los tres ases del canto, el italiano era quien más simpatías provocaba, con esa dosificación de gestos entrañables que tan bien sabía utilizar.
Pero, claro, tras la fachada mediática había una voz, y una voz incomparable. Ningún tenor en activo ha igualado aún la belleza sin igual de la voz de Pavarotti: ésta es la primera clave del éxito del cantante de Módena. A diferencia de otros casos, su voz cambió relativamente poco, en términos tímbricos, a lo largo de sus cuarenta años de vida artística. Salvo las inevitables erosiones en materia de fiato y de brillo en las zonas más comprometidas (óigase, por ejemplo, el blanqueamiento en la zona de paso en Questa o quella de su Rigoletto de 1998), el timbre de su voz se mantuvo inalterable.
Cuando en 1961 se presenta por primera al público, la escena internacional estaba dominada por una generación de tenores spinto, de voces poderosas, robustas, con fuerte carga dramática y preferencia absoluta por el repertorio del Verdi maduro y por el verismo. Eran los casos de Mario del Monaco, Franco Corelli, Carlo Bergonzi y Giuseppe di Stefano. Eran voces centrales, con mucho nervio en el fraseo, lo que las hacía poco apropiadas para el género belcantista, entonces poco cultivado debido a la falta de voces tenoriles capaces de afrontar las altas tesituras, el fraseo delicado y las coloraturas inherentes a ese estilo.
Por todo ello, cuando irrumpió en escena la voz de Pavarotti en aquella Bohème (Reggio Emilia, 29 de abril de 1961), el público se encontró con una voz diferente. Su timbre era brillante, cálido, solar, merced a una técnica en la que la voz era proyectada hacia los senos frontales mediante el descenso del paladar blando y una posición de la lengua (la base bajada y la punta rozando los dientes superiores) que conducía el sonido hacia los resonadores faciales.
Era el clásico canto nella maschera ya codificado por Manuel García en su tratado de canto, pero olvidado desde finales del siglo XIX por la exigencias de un repertorio cada vez más pesado para las voces.
Con ser la suya una voz de lírico-ligero, Pavarotti no era el tenorino al uso, porque presentaba una notable consistencia y anchura incluso en el registro superior. No era la voz acornetada y algo caprina de los ligeros de su época (Luigi Alva, Juan Oncina), sino una voz con cuerpo y en la que, además, sorprendía la igualdad en volumen y en redondez a todo lo largo del compás, desde la zona central a la sobreaguda, sin producirse estrechamientos ni adelgazamientos a partir del La natural. Y, además, tenía perfectamente resuelto uno de los principales escollos de la voz de tenor, la zona de paso, esa peligrosa franja en torno al Mi-Fa-Sol en la que las resonancias de pecho suben hacia la cabeza y que en Pavarotti parecía no existir porque era imposible notar ningún cambio de color ni de brillo.

La segunda clave del fenómeno Pavarotti era su expresividad, pues la voz estuvo siempre al servicio de la capacidad de transmitir emoción con ella. Mediante una soberbia técnica del legato y del canto sull fiato, Pavarotti fue la voz ideal para la recuperación del repertorio de óperas de Bellini, Donizetti y el primer Verdi, entonces poco transitado. Su asociación artística con Joan Sutherland y Richard Bonynge desde 1965 supuso su perfeccionamiento en la construcción de la voz como instrumento expresivo. En recitativos como Perdona, o mia diletta, de La Sonnambula, puede aprenderse toda una lección del uso de los reguladores, del uso de la media voz, de la voz mixta y de la manera de acentuar las palabras fundamentales. Y en pasajes tan dramáticos como Ella è tremante, de I Puritani, Pavarotti es capaz de conmover mediante suaves pero claros golpes de voz, con un leve temblor que nos traslada la emoción del momento dramático.
Hasta entonces, los personajes belcantistas habían sido colonizados por tenores más dramáticos, procedentes de la escuela verista, incapaces por ello de mantener las largas frases de Bellini o de resolver las agilidades de Donizetti. Por eso había decenas de títulos caídos en el olvido y que sólo volvieron a la luz cuando un intérprete excepcional era capaz de dotarles de su verdadera naturaleza estilística. Callas abrió el camino para las sopranos y Pavarotti haría lo propio para los tenores. Personajes como Arturo, Elvino, Nemorino, Edgardo, Tonio o Tebaldo, sonaron en su garganta como no lo hacían desde muchas décadas atrás, con la tipología de voz, la técnica y el estilo necesarios para hacer del belcantismo mucho más que una simple exhibición vocal. Fue una encarnación estilística que le permitió también encarnar papeles líricos de otras estéticas, como el Rodolfo de La Bohème, una de sus más aclamadas e inmortales interpretaciones. No obstante, intentó a partir de los años ochenta adentrarse en repertorios menos apropiados para su voz, como Aida, Otello, Andrea Chenier o Pagliacci, con resultados mediocres y efectos negativos para una voz que no podía alcanzar zonas graves ni transmitir el necesario dramatismo sonoro sin forzar el instrumento.

Pero, por encima de todo, la verdadera razón de su fama será siempre su carisma, su simpatía más allá de los gestos, el calor transmitido a través de una garganta prodigiosa que obedeció a un corazón siempre generoso con los sentimientos.
DIARIO DE SEVILLA

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